lunes, 23 de septiembre de 2013

Esther Fernández, la científica gallega que estuvo más años en activo: "Cuando llegué a Magisterio teníamos que abrir los paraguas dentro de las aulas"

Esther Fernández, científica gallega más años en activo
Y aquí, la maravillosa foto que le hizo César Quián a Esther
«Te compro una bici si no vas a Santiago», le dijo su padre para que no fuese a la Universidad. Pero Esther Fernández (Pontevedra, 1932) tenía muy claro a donde quería llegar y, aunque su sueño era tener una bicicleta, se subió al bus a Compostela. A los 22 años ya estaba licenciada en Química y dedicó toda su vida profesional a la enseñanza y a la investigación. Ahora, con 81 años, disfruta de su jubilación y todavía conduce. Bicicletas, no. Coches. 

—¿Por qué su padre no quería que fuese a Santiago? 
—Quería que estudiase Magisterio en Pontevedra, que era donde vivíamos. Decía que yo tenía la cabeza llena de pájaros. 

—Termina la carrera de Química en Santiago y vuelve a retar a su padre cuando se va a Madrid. 
—A estudiar las oposiciones a cátedra. Él tampoco quería que fuera, así que cogí la maleta y me marché. Estaba tan enfadado que no me llevó ni a la estación. 

—¿Se costeó usted los estudios? 
—Entre el esfuerzo de mis padres y las clases particulares que yo daba, los fui sacando. 

—¿Cuándo comienza su carrera de investigadora? 
—Me puse con la tesis y conseguí una beca en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Mi primer trabajo fue sobre unas ovejas de Maella (Zaragoza) que perdían la lana. 

—¿Logró descubrir por qué? 
—Por la cantidad de hierro que tenía el pasto. Cada vez que me veían los calvos que había en el CSIC me decían: «¿Qué, sabes algo?». Pensaban que les iba a solucionar su alopecia. (Risas) 

(Sigue)


—En 1961 se doctora, gana la cátedra de Química y le proponen dirigir la Escuela de Magisterio de A Coruña. ¡Con solo 29 años! 
—¡Ahí ya había derretido a mi padre! (Risas). 

—¿Alguna anécdota memorable? 
—Cuando llegué a Magisterio había musgo por las paredes y goteras. ¡Teníamos que abrir los paraguas en las aulas! 

—Así que se puso manos a la obra. No me diga más
—Me fui al Ministerio de Educación y le pedí al secretario técnico 30.000 pesetas. Me dijo: «¿De dónde saco yo 30.000 pesetas? Si me pidieras 30 millones, me era más fácil».

—Se los pidió, claro.
—Pero había que justificarlos. Encargué una reforma con una planta más, quitamos la terraza, por donde se filtraba el agua, y metimos los laboratorios.

—Aún no existía la Universidad de A Coruña. 
—Ya empezábamos a dar la lata en Santiago con el tema. En 1972 se crea el germen, que es el Colegio Universitario de A Coruña. 

—Y la nombran jefa de la división de ciencias. 
—Creé el Grupo de Química Aplicada, pero con enormes carencias. ¡Ni laboratorios había! Cuando Meilán Gil me nombra vicerrectora de Profesorado e Investigación, aposté por las infraestructuras para todos. Grandes centros donde todo el mundo pudiera investigar. 

Tras doce años como vicerrectora, Fernández siguió investigando hasta los 80 años, como catedrática emérita. 

—Ahora formamos a los mejores investigadores para que luego se tengan que ir fuera. 
—Hay que retornar ese talento, pero todavía no se dan las condiciones. A Ochoa, cuando quisimos retornarlo, lo retornamos. Siempre hay alguien que está peor que tú. Falta ilusión y arrimar el hombro. 

—La I+D agoniza, los recortes en educación se acumulan... 
—Mire, yo soy de la posguerra y más privaciones que entonces no las tenemos ahora. Lo que hay es que empujar en una misma dirección. Nos quejamos de chorradas todo el rato. 

—A veces no nos damos cuenta ni de cuando somos felices.
—Pasamos por encima de la felicidad, la pisoteamos y solo nos damos cuenta de esos buenos momentos al cabo de un tiempo. Yo trato de que eso no me pase. Con la vejez, estoy encantada.

—Por lo alegre que es, me da la impresión de que ha disfrutado en cada etapa de su vida. 
—Sí. También he tenido sombras en la vida, pero ahí es donde no debes de regodearte. Rebobina solo lo positivo y rodéate de gente alegre, porque los cipreses acaban hundiéndote. 

—No fueron todo luces. 
—Mi marido, que era una bellísima persona, se me murió en dos minutos. Pero con las alas, aunque sea rotas, también se puede volar. Vuelas con más dificultad, pero vuelas.